2.

Nepantla andina

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Cuando yo era niño, me gustaba ver la televisión. La veía cuando pudiera, porque mi padre creía que la televisión pudría el cerebro. Este hombre, un intelectual latinoamericano de primera fila, ejercía sobre mí una autoridad absoluta, benevolenta, ansiosa, tierna y dictatorial. Yo sólo podía ver la televisión en el apartamento de mi abuela, donde iban mis hermanos y yo luego de la escuela. Mi abuela, tierna y ansiosa, tenía por misión el consentir a mis hermanos y yo, a pesar de que nunca logró enseñarnos el castellano y tampoco aprendió el inglés.

Así que pasamos las tardes comiendo fríjoles, pizzas de la microondas, sopas enlatadas,  galletas danesas y dulces enlatadas allá donde mi abuela (le decíamos “Ita” como la llamaba mi primo, el primero de los nietos), viendo a Speedy Gonzales. Con esa facilidad suave que tienen los niños para aprender, yo aprendí el prejuicio anglosajón en contra de los con piel más oscura. No es decir que fue la única fuente. En mi escuela primaria había mucha gente de ascendencia mexicana, pero eran todos gente de la clase obrera, gente que vivía en el llamado “barrio”, que tenía su propia manera de jugar, su propia manera de hablar en la clase, su propio mundo en que estaba excluído yo – del que yo quería excluirme, por poder entrar en el mundo de los anglosajones, los blancos que aparecían en los anuncios comerciales que interrumpían de vez en cuando a las aventuras del ratoncito moreno. Esos blancos que jugaban con G. I. Joe y Barbie; esos blancos que demostraban cuán limpio uno puede hacerse con el jabón Zest; esas familias blancas que van de vacaciones a Disneyworld.

El lenguaje de la publicidad comercial se cruza con el lenguaje de Speedy Gonzales en una manera muy rara, por oposición. En los anuncios de C&R (una cadena de almacenes de ropa para hombres), hombres de tipo Marlboro – pura masculinidad, pura fuerza, puro estilo de suavedad, puro glamor – desfilan en trajes espléndidos, frente del ambiente oscuro de una pista vacía. Muy high tone, muy Hugh Hefner. En contraste, los dibujos de Speedy Gonzales toman lugar en un pueblito mexicano, donde las blancas casitas rudas y pobres están agrupados en medio de un llano polvoroso y vacío. Al aparecer el antagonista, el gato Sylvester, los moradores están incapaces de defenderse, y son víctimas de sus depredaciones. Los moradores son unos perezosos, brutos y borrachos, descalzos, vestidos en pantalones y camisas blancas. Y siempre el sombrero, más grande que el ratoncito mismo. Me acuerdo que el gato solía forzarles a trabajar en una mina o una fábrica.

Luego aparece Speedy, “the fastest mouse in all Mexico” (con énfasis en pronunciar el México muy nasalmente, imitando en forma burladora al acento mexicano). Los niños se deleitan al ver el ratoncito tan listo y rápido despachar al malo gato, en una lid bastante desigual pero sin embargo gracioso y divertido. El gato, humillado, se retira del campo de batalla, y los ratoncitos del pueblo saludan a su perenne salvador, Speedy.

            A mi abuela le gustaba ver estos dibujos con nosotros, porque ella veía un mensaje anti-imperialista en las victorias inevitables de Speedy sobre el gato, que era muy gringo. Me pregunto cómo su nacionalismo cabía con su decisión de mudarse a Estados Unidos, e incluso hacerse ciudadana. “America is the best in the world!” me dijo una vez, y creo que esa palabra la usaba en su sentido norteamericano, no en el sentido bolivariano.

Me acuerdo de otro momento, más tarde – en el mundial de fútbol del ’94. Yo estaba en su casa, y su amiga Hilda estaba allá de visita también. Alemania enfrentaba a Bolivia, y yo estaba con Alemania, como lo sería cualquier buen chicho americano (así lo creía yo). Hilda y mi Ita se asustaron y me dijeron que debía apoyar a Bolivia, pero no me explicaron por qué. Luego Hilda me dijo (en inglés), “es que tú eres de Colombia, de manera que no puedes estar con Alemania.”

Mi padre se dio cuenta del racismo incipiente que me iba creciendo, como un cáncer. Aún le dije una vez que tenía vergüenza de mi apellido – quería que fuera Parker, o Smith, o Jones. Le envidiaba a mi hermano menor, que tenía el pelo rojo en ese entonces, y tenía la piel bastante más clara que la mía. Un día cuando volvió al apartamento para recogernos, charlaba conmigo y me dijo, “Pero sabes que hay millonarios en México.” No lo creí. ¿Cómo podría un país como ése producir un millonario, en ese desierto donde no hay más que cactos, arena y estúpidos ratoncitos morenos? Pero éso fue el criterio que más le importaba a mi padre en esa época. Mi padre, joven empresario en esos días, admiraba sobre todo a Aristóteles Onassis, y su plan era de ganarse una fortuna en la industria de importación-exportación. Sin embargo, su segundo héroe siempre ha sido Fidel Castro, “uno de los gigantes de este siglo” como me diría cuando yo estaba en la universidad. Parece que a él el racismo de la sociedad estadounidense nunca le ha afectado, porque como antioqueño (proveniente del departamento de Antioquia, cuya capital es Medellín), es una certeza que somos “la mejor gente del mundo, punto.”

La verdad es que yo no empecé a superar ese racismo que aprendí de niño hasta que empecé a estudiar el español en la universidad. Aún entonces, al principio, una de las cosas en que me fijaba, mientras que aprendía los sones y sabores de la lengua, era la historia de la Reconquista y la conquista del nuevo mundo, por parte de españoles (imaginados como blancos). En mi imaginación, logré situar a España en el contexto europeo del que salen el francés y el inglés, idiomas que ya conocía, que por supuesto son lenguas “blancas.” El Quixote, para juntarse con el Cantar de Roldán, y alejarle a la lengua castellana de sus hablantes que yo había conocido en mi escuela primaria.

 


3.

La muerte y el dormir son dos estados en que la persona es inerta, y vista por los demás, fácil es convertirla en objeto. En “La avión de la bella durmiente,” García Márquez pinta a una bella mujer durmiendo para complacer sus fantasías. No puede terminar de mirarla. La muerte de Evita Perón, en “Ella” de Onetti, se sigue con una ola de gente que quiere verla. Ver a un objeto es la tela común a ambos cuentos.

García Márquez se acuerda de los burgueses japoneses que disfrutaban de dormir con jóvenes mujeres “solo por el placer de verlas dormir.” Al pensar qué puede significar esto, qué puede estar detras de este deseo fetichista, parece que lo esencial es que la mujer durmiendo es indefensa, es tranquila, silenciosa, en una palabra, ¡lo ideal! En la vida diaria una mujer es capaz de herir a un hombre, es un bien deseado pero también temido. Pero dormida, es una tábula rasa.

Esto es importante, porque cuando está despierta la mujer no parece muy amistosa. Todo ordenado en su silla, parsimonia y metódica, no tarda en comerse la pastilla para dormirse. Nuestro protagonista conversa con ella en su mente, brinda a su salud, e intenta de forzarse a hacerla despertar, pero no es capaz de tomar ese paso. El silencio de la mujer ideal; ¿es el silencio del hombre impotente?

En “Ella” el momento Kennedyesca de la muerte de Evita Perón es el escenario para el trabajo del embalsamador catalán que tiene que mantener a la difunta en estado de joven belleza, como si fuera dormida. Aún muerta, la élite que enfrentó no puede disfrutar el tenerla partida. Ese momento de muerte es todo un microcosmos – los doctores, la gente arrodillada en la plaza afuera, y las mujeres enemigas. Como santa patrona de los pobres, casi auto-nombrada, la fuerza de la relación entre pueblo y Evita es algo parecido a la relación fetichista que se ve entre el pasajero y la bella durmiente en “Avión.” (En la novela “Santa Evita” de Tomas Eloy Martínez, la necrofilia siquiera se hace real, si bien no física -gracias a Dios-,en la persona del coronel Moori-Koenig, encargado de guardar el cuerpo robado.)

Los médicos y el embalsamador son para Ella lo que el narrador es para la Bella: hombres que miran. La mujer está callada, el hombre no comparte su experiencia, pero la mujer es un símbolo vacío en la que uno puede proyectar sus deseos. La mujer no tiene que hacer nada, en esta visión, para ser mirada, es puramente pasiva. En realidad, por supuesto, ser bella no es algo que viene por sí mismo, sin la menor esfuerza, y llegar a ser la santa patrona de un pueblo tampoco ocurre fácilmente (por no hablar sobre la justicia de eso). Pero lo importante desde la perspectiva de estos dos cuentos es que tratan de la mujer como objeto, que elaboran una idea de la mujer – dormida o muerta – como tábula rasa (si bien Evita era eso cuando todavía estaba viva). Notable sobre todo porque “Avión” toma lugar en un espacio muy íntimo, privado – las sillas vecinas de un avión – mientras que “Ella” era la más pública mujer latinoamericana del siglo XX. Lo esencialista de esta perspectiva hacia la mujer es que la mujer es lo que es independiente de circunstancias, que es pasiva, receptora, modelo, objeto, pantalla para fantasías, María o Magdalena (Evita era ambas cosas para sectores distintos de la población), igualmente en lo público como lo privado.

 

 

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